El españolito
que paga impuestos casi confiscatorios se levanta un día con el escándalo
Gürtel. A la semana siguiente le despierta el estruendo andaluz de los Eres.
Un mes después se solivianta con el caso Bárcenas. En la jornada posterior se
queda estupefacto ante el latrocinio de los cursos de formación. Después le
azota el asunto Palau, la escandalera de la familia Pujol, los dineros que
cobran del chavismo o de Irán algunos dirigentes de Podemos.
No se salva casi
nadie, ni el Partido Popular ni el PSOE ni Convergéncia ni Comisiones Obreras
ni UGT. La voracidad de nuestra encanecida clase política y de la casta
sindical carece de límites y arranca a mordiscos los más suculentos pedazos de
la tarta nacional. Cuando aparecen nuevos partidos, la sabiduría popular los
define sin vacilar, como en la pancarta exhibida en Sevilla: «Ciudadanos y
Podemos, bonitos motes, nuevos grupos que intentan chupar del bote».
La ciudadanía
está de acuerdo en pagar impuestos justos. No está de acuerdo con el abuso
fiscal que obliga, cada año, a dedicar los seis primeros meses de trabajo a engordar
las alcancías de Hacienda. Al margen del renglón de las corruptelas, una parte
sustancial de la recaudación se dedica a sufragar el despilfarro de los
partidos políticos y las centrales sindicales que gastan como nuevos ricos.
Con el dinero público, a casi todos se les hace el culo champán domperignon. En
1977, los españoles pagaban 700.000 funcionarios. En el año 2011 esa cifra se había elevado a 3.200.000. Un parte
sustancial de los empleados públicos en las cuatro Administraciones -la
estatal, la autonómica, la provincial, la municipal- están elegidos a dedo por
los partidos políticos y los sindicatos que se han convertido en agencias de
colocación para enchufar a parientes, amiguetes y paniaguados. Hasta el
Tribunal de Cuentas, al que corresponde fiscalizar los gastos, se ha
convertido en la apoteosis del nepotismo.
Y no, no se
trata de destruir los partidos políticos y los sindicatos. Se trata de regenerarlos
y democratizarlos, para desterrar definitivamente la vergüenza de la corrupción
y el escándalo del despilfarro económico. España está asqueada, profundamente
asqueada. A los españoles les produce un asco indeclinable la sociedad tábida
en la que viven.
Conviene no
perder el sentido de la realidad si queremos mantener una nación próspera y
estable. Los sindicatos son imprescindibles en una sociedad democrática. Hay
que reconducirlos, no
despedazarlos. Lo mismo ocurre con los partidos políticos, instrumentos claves
en una democracia pluralista plena. Está claro que es indispensable cercenar
de raíz su voracidad económica, su tendencia incontinente al derroche, su
insufrible altanería, su soberbia y arrogancia. Un político en candelera, de
cuyo nombre no quiero acordarme, cuando ve un relámpago cree que Dios le está
haciendo una fotografía. Conviene no olvidar que
durante la primera mitad del siglo pasado, la reacción frente a los abusos de
los partidos condujo al fascismo en Italia, al comunismo en Rusia, al nazismo
en Alemania, al franquismo en España, al salazarismo en Portugal... Los
partidos políticos requieren una profunda regeneración. Son, en todo caso,
imprescindibles para articular la democracia y la libertad.
Luis María Anson, de la Real Academia Española.
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