ARTUR
MAS decidió hace cuatro años romper unilateralmente la tradicional postura
conciliadora del nacionalismo conservador. Abandonó el anhelo reformista
dentro del marco constitucional y se deslizó por una pendiente demagógica y
radical que enardeció el sustrato de las corrientes soberanistas en Cataluña.
El soufflé
comenzó a hincharse cuando el líder convergente blandió el «derecho a decidir»
de los catalanes después de que Rajoy se negara a negociar el pacto fiscal, y
terminó de estallar cuando, tras el batacazo sufrido por Mas en las elecciones
de 2012, éste se lanzó junto a ERC a defender un Estado propio para Cataluña.
Esta alquimia social recibió ayer un duro golpe. El Centre d'Estudis d'Opinió
(CEO), dependiente de la Generalitat, reveló que los partidarios del no a la
independencia han ampliado su ventaja desde febrero en siete puntos respecto a
quienes defienden el
sí. Lanzarse al monte, pues, no sólo ha sido una irresponsabilidad
por parte de Mas, sino que constituye una estrategia desastrosa que provocará
el fracaso de quienes abanderan la ilusoria quimera soberanista, al tiempo que
ha postrado a Cataluña en un escenario marcado por la división y el frentismo.
Las masivas manifestaciones con motivo de las
últimas Diades y el despliegue mediático del independentismo han pretendido
crear la imagen de una mayoría social soberanista en esta comunidad. El CEO concluye
que el 50% de los catalanes consultados rechaza que Cataluña se convierta en un
Estado independiente, frente al 42,9% que sí lo apoya. De cara a las próximas
autonómicas, que Mas plantea como unas plebiscitarias, CiU y ERC empatan,
aunque el sondeo aún no refleja el impacto de la separación de Convergéncia
con Unió. Tanto el desplome del independentismo como la falta de sintonía entre
Mas y Junqueras para presentar una lista única el 27-S evidencian las grietas
en el soberanismo. «En política puedes hacer de todo, menos el ridículo». El aserto
que pronunció Tarradellas en los albores de la Transición bien podría
aplicárselo Mas si no quiere acabar solo en su escapada.
El barómetro de la Generalitat acredita también que las formaciones
constitucionalistas están siendo capaces de atraer a quienes hace medio año se
mostraban indecisos ante una hipotética independencia de Cataluña, y ello pese
a la inacción de Rajoy y la ambigüedad de algunos partidos que empiezan a
rectificar. Es el caso del PSC, lastrado por la polarización del mapa político
catalán. Tras perder la mitad de sus votos en las últimas europeas y dilapidar
su hegemonía en el cinturón industrial de Barcelona, los socialistas catalanes
desterraron anteayer el derecho a decidir que en 2012 abrazó de la mano de
Pere Navarro. Es una decisión de profundo calado que se explica por la
trascendencia que Pedro Sánchez concede a la posición del PSOE en Cataluña de
cara a las próximas elecciones generales, lejos del adanismo de Zapatero y de
aventuras como el impulso de Maragall a la reforma del Estatut.
El PSC apoya ahora una reforma constitucional y
un referéndum posterior, en línea con el PSOE. Tal movimiento supone un mazazo
para el soberanismo -que siempre suspiró por incorporar al PSC a su desvarío- y
hay que enmarcarlo en la exhibición de la bandera nacional durante la
proclamación de Sánchez como candidato y en la decisión de Chacón de optar a
ser cabeza de lista por Barcelona en las generales. El giro dado por el PSC
robustece la coherencia de un partido que aspira a presentarse como una alternativa
nacional, renunciando a competir con el discurso nacionalista, tal como hizo
durante los gobiernos tripartitos de Maragall y Montilla. Ahora sólo falta que
modifique su empeño en secundar la política de inmersión lingüística.
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