VIENDO las imágenes de la firma de la
convocatoria de elecciones en Cataluña, me dio la impresión de que Mas se cree
un monarca que necesita sacralizar sus actos de cara a una posteridad en la
que él ocupará un capítulo en los libros de Historia. Carece del talento de un
Tiziano que inmortalizó al emperador Carlos en Mühlberg, pero tiene a TV3 para
loar sin tasa sus hazañas.
Mas lo escenifica todo: desde sus comparecencias
parlamentarias hasta sus encuentros con Felipe VI, en el que mide todos sus
gestos. Por eso es congruente su obsesión de rodearse de un aparato de Estado y
una estructura servil que deja pequeña la corte de Luis XIV el Rey Sol.
En una última e increíble pirueta, Mas ha logrado
salvar los muebles de la quema de su partido, totalmente desacreditado por la
corrupción, para presentarse como el Moisés que va a guiar a su pueblo a la
tierra prometida. Nunca mejor dicho: Mas promete un paraíso de buenaventuras y
felicidad si Cataluña rompe con España.
Su discurso político es enteramente hegeliano
puesto que está convencido del progreso de la realidad hacia una Razón que
sólo él encarna. Fuera de su idea de Cataluña, no hay nada. Dentro, está la
plena superación de todas las contradicciones.
El presidente de la Generalitat no pretende gobernar para resolver
los problemas de los catalanes sino para que los catalanes se ajusten a la idea
que él tiene de Cataluña.
Hegel defendía que los
individuos tienen que supeditarse a la idea de un Estado que evoluciona hacia
la racionalidad. Mas piensa exactamente lo mismo: la Cataluña que él
representa es mucho más importante que las personas que la habitan.
Si Mas dice que la UE recibirá con los
brazos abiertos a una Cataluña que se proclame unilateralmente independiente,
la afirmación debe ser necesariamente verdad porque, contra toda evidencia
empírica, el caudillo tiene la cualidad de ver lo que nadie percibe. Ese
liderazgo le exime de rendir cuentas. Su sagrada misión le coloca por encima
del bien y del mal; y de las leyes españolas, que ya ha dejado claro que no
están vigentes en Cataluña. Por eso convoca un plebiscito que legitime sus
planes.
Frente a la ética de las responsabilidades, Mas opone una ética de las
convicciones personales que justifica todos sus pasos. El líder sólo responde
ante su conciencia y la de los suyos, que son los que piensan como él. Ya ha dicho que si cuenta con la mayoría en el Parlament, aunque sea
por un escaño, proclamará la independencia, lo que desgraciadamente tiene la
apariencia de una profecía autocumplida.
Pero el mayor éxito de la propaganda nacionalista es el eslogan de
que estamos ante un conflicto en el que Cataluña tiene que defenderse de una
agresión. La única agresión es la de Artur Mas a quienes no comparten su
identidad ni sus símbolos, tratados como enemigos en su propia patria.
Hay que decirlo alto y claro: Mas
no es un demócrata, es un demagogo capaz de poner las instituciones a su servicio y fracturar
la sociedad catalana en base a unas señas de identidad que ha sacralizado. Este
es su gran peligro: va a matar a la Cataluña real y plural por una Cataluña imaginaria que nunca ha
existido.
Su experimento de ingeniería social sólo puede acabar mal porque tanto
si gana como si pierde va a generar una enorme ola de resentimiento y de
división. Los políticos están para solucionar los problemas y Mas ha hecho lo
contrario al crear uno mayúsculo, que carece de solución.
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