La Imperial Alemania, hace tiempo que había estudiado un plan para
hacerse con Europa, dando cumplimiento así al sueño de Hitler. Se trataría de
promover una unión económica cuyo banco central estuviese en Alemania y, regido
por alemanes, que se dedicase a prestar dinero a los países del Sur para
hacerles creer que también para ellos era posible la prosperidad. Después,
especulando, se conseguiría que el interés de la deuda contraída subiese hasta
intereses difíciles de pagar, lo que permitiría a Alemania hacerse dueña de
Europa sin disparar ni un solo tiro. Este planteamiento pertenece a un
documento que fue elaborado por técnicos nazis en 1943 y encontrado hace años
en los archivos alemanes, que cobra rabiosa actualidad en nuestros días).
Pero este plan, que es el que vienen imponiendo los actuales
dirigentes de la UE, se vendría abajo cuando Italia, España, Grecia, Portugal e
Irlanda, asfixiados por la deuda, decidieran volver a sus antiguas monedas y
abandonar la Unión. Comparece entonces el presidente de la Comisión dando la
noticia y congratulándose por haberse liberado de la pesada carga de los países
pobres y poco disciplinados. Poco después, Francia y Holanda, ante el impago de
su deuda y la paralización de sus exportaciones, toman el mismo camino, y lo
mismo sucede con Alemania cuando comprueba que ninguno de sus préstamos es
devuelto y que el euro no tiene ningún valor de cambio.
En la realidad, en las negociaciones previas al Tratado de
Maastricht, la Francia de Mitterand, para evitar recelos y errores del pasado,
admitió que el Banco Central Europeo –principal poder económico de la futura
unión- estuviese en Alemania sin prever las consecuencias que su decisión
tendría sobre el futuro del continente. Después, los tratados de Niza y Lisboa
consagraron la Unión Europea a la mano invisible que mueve el mercado
sin tener en cuenta el modelo político, económico y social que había nacido en
Europa al final de la Segunda Guerra Mundial gracias al miedo a la URSS de los
gobiernos occidentales: La URSS ya no existía. De ese modo, Europa, dirigida
por una Comisión Europea que no había elegido nadie, se encaminó a desmontar
toda la obra democrática de los últimos cuarenta y cinco años bajo el lema de
“todo lo público es malo, mejor que nos lo quedemos nosotros y nuestros
amigos”. Se inició la desamortización del Estado, es decir la privatización de
todas las empresas rentables que estaban en manos públicas para entregárselas a
multinacionales, no porque de ese modo los ciudadanos verían mejoradas sus
vidas, sino para favorecer el negocio de quienes ya tenían mucho. Acto seguido,
la emprendieron con los servicios públicos como si se tratase de conquistar un
nuevo El Dorado formado por las aportaciones de décadas de los trabajadores: La
Seguridad Social, el suministro de agua, luz y gas, la Educación y las
pensiones fueron, y son, el objetivo destructor que sigue vigente en las mentes
de quienes rigen nuestros destinos desde Bruselas, Luxemburgo o Estrasburgo.
Pese a las protestas de los ciudadanos de toda Europa contra la
deriva ultraliberal de la Comisión, ésta se había instalado en un búnker dónde
apenas llegaban ni los gritos ni la desesperación de millones de personas que
veían como año tras año sus condiciones de vida se deterioraban hasta niveles
previos a la Primera Guerra Mundial. La democracia ultraliberal europea había
aprendido que las protestas pacíficas, por muy multitudinarias que fuesen, sólo
tenían un valor testimonial, anecdótico cuyo tratamiento mejor era la
indiferencia o, en todo caso, el uso de la fuerza bruta si las cosas se ponían
un poco feas y alguien se atrevía a decir culo, caca, pedo. Así las cosas, y
convertida en un ente estratosférico, la Comisión, sin fiscalización alguna por
parte del Parlamento europeo o de los Gobiernos de los países miembros –más
bien con su apoyo más considerado- comenzó a desviar ingentes cantidades de
dinero de lo público a lo privado, pasando luego la factura de los errores,
estafas y mordidas descomunales a lo público. Sirva como ejemplo la más grande
estafa a que ha asistido Europa, sobre todo la Europa del Sur, desde 1936, año
en que comenzó la segunda gran guerra. Ajenos como se ha dicho a las personas y
a su bienestar, los grandes bancos europeos comenzaron a dar créditos blandos a
países como España para auspiciar lo que ya todos conocemos como el ladrillazo.
Millones y millones de euros llegaron a nuestro país al calor de la nueva ley
del suelo de Aznar y Rato y de la desregulación financiera. Sabían que era una
locura y que más bien pronto que tarde la burbuja estallaría, al fin y al cabo
era similar a lo que estaba pasando en Estados Unidos, y eso era lo primero.
Durante años, la banca española y europea se forró a costa de la gran burbuja,
pero llegó un momento en que ésta se pinchó estrepitosamente y un tsunami
recorrió el mundo desde la costa Este de Estados Unidos hasta el Cabo de Roses.
Los diarios hablaban de quiebra, del fin de Europa, de la necesidad de refundar
el capitalismo, de acabar con la especulación. Todo pasó. Había un plan B, que
era, en definitiva el verdadero plan A. Endeudados hasta las cejas todos los
bancos europeos, llamadas a trompetazo limpio las grandes empresas
calificadoras, comenzó el gran cambio, la gran operación que haría subir hasta
el cielo la deuda de los países periféricos para financiar la de los países
centrales y, de esa manera, conseguir dos objetivos: La reactivación de la
economía de Centro-Europa y el nacimiento de otra Europa, la del Sur,
hipotecada por décadas, sin capacidad material de reacción por el tamaño de su
deuda y los altos tipos de interés. Durante lustros, gracias a la política
económica europea, los flujos de capitales han caminado de la periferia al
centro, posibilitando que las desigualdades entre países lleguen a extremos desconocidos.
Sin embargo, algo falla y de poco sirve que tengas la mejor de las tecnologías,
que tu deuda disminuya gracias a la deuda de los otros, si esos, que eran tus
principales clientes, han dejado de tener poder adquisitivo ahogados por las
políticas austericidas que promueves, si la pobreza se extiende por la
periferia y se acerca cada vez más al centro, si la exclusión es ya una forma
de muerte en vida para millones de españoles y millones de europeos, si los
productos orientales fabricados por trabajadores que cobran menos de dos euros
al día y carecen de seguridad social hacen que cada día se cierren miles de
pequeñas empresas, bajen los salarios y, por ello, los ingresos de los Estados.
No, el camino escogido por los políticos y financieros europeos,
tal como dice Thomas Piketty (economista francés especialista en desigualdad
económica y distribución de la renta. Desde el año 2000 es director de estudios
en la École des Hautes Études en Sciences Sociales), es justo el contrario al
que se debía haber tomado. Ha sido suicida para todos que el Banco
Central Europeo preste dinero directamente a los bancos privados al 1% para que
éstos compren deuda pública –es decir de todos- al 5%, ¿por qué no prestó a ese
interés a los estados? Ahora, los Estados del Sur están en manos de la Banca a
la que rescató con dinero público. Es absurdo que el número de multimillonarios
se haya multiplicado en Europa escandalosamente al tiempo que disminuye de
forma drástica, gracias a artificios contables y permisividades cómplices, su
aportación al Erario; es de locos que el patrimonio de una minoría haya crecido
de forma descomunal y que los impuestos al patrimonio y a la herencia
sean ridículos; es perverso que en una situación tan extremadamente crítica
como ésta para millones y millones de personas que ven como su vida se evapora
preñada de dolor y carencias, la nomenklatura europea –del mismo modo que la
soviética de los últimos años- viva en su burbuja de cristal y siga poniendo en
práctica políticas que han demostrado que sólo sirven para favorecer a quienes
más tienen, es decir, a los suyos, y hacer imposible la vida a la mayoría de
los ciudadanos mediante impuestos indirectos cada vez más abusivos, jornadas
laborales y sueldos decimonónicos, recortes de servicios públicos y exclusión
combatida con policías y porras.
Sí, Europa, tal como dice Piketty, camina hacia el abismo porque
los poderes políticos y económicos sólo piensan en acaparar, porque cada vez es
mayor el segmento de la población que está al margen del sistema, porque la
representación política ha sido suplantada por los dóciles y obedientes
generosamente recompensados, porque el empobrecimiento sólo genera pobreza y se
está enquistando, porque la democracia ha sido sustituida, delante de nuestros
ojos, por la plutocracia (forma de gobierno en que el poder está en manos de
los más ricos o muy influido por ellos). Sin embargo, esto no es el fin, como
no lo fueron las dos guerras mundiales, hay señales que avisan que la fiesta se
les acaba. La ubre del abuso ya no va a dar más de sí. Y si no se cambian rápidamente
las miopes políticas económicas alemanas ultraliberales, que sólo buscan su
própio beneficio, el futuro a medio plazo, está muy claro: Se instaurará una
dictadura europea, regida por China, que ya tiene en su poder gran parte de la
deuda pública de los países europeos. ¡A ver si a Europa le va a pasar como a
los enemigos del Conde de Montecristo! (China sería, en este caso, el Conde).
(extracte d’un artícle publicat en http://www.nuevatribuna.es/opinion/
)
Jordi Pi Solsona
(el fill del meu pare)
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