EL GOVERN parece decidido a atacar al Estado por el flanco semántico,
que debe de haber identificado como el más débil. Deberíamos haber sospechado
por qué vía iba a continuar el proceso soberanista en el momento en que
Convergéncia le puso ese nombre: proceso soberanista. No ruptura, o separación: proceso, que da la idea de
unos acontecimientos que se suceden gradualmente en el tiempo, donde es más
importante el camino que el final del trayecto. Y no independentista, o secesionista:
soberanista, que es una palabra que, hasta que empezó a usarse en relación con
el momento político catalán, ni siquiera existía en el diccionario, ni en el de
lengua catalana ni en el de lengua española.
En realidad, Convergéncia lleva toda la vida haciendo lo mismo: desde
que Jordi Pujol descubrió que conceptos metafóricos como pal de paller o
peix al cove no sólo
no disuadían a sus votantes, sino que los reconfortaban.
Lejos de renunciar a la práctica cuando tomó el
mando del partido, Artur Mas la intensificó. Empezó inventándose la Casa Gran del Catalanisme, y cuando decidió que había
llegado el momento de pasar al enfrentamiento con el Estado, no lo hizo de
forma abierta. Mas prefirió vestir su desafío con montones de metáforas melifluas, a menudo marineras, que si no desconcertaban
a sus partidarios era porque estaban ya acostumbrados al lenguaje que implantó
su antecesor.
La
culminación de esta estrategia en la era Mas fue la
consulta del 9 de noviembre de 2014. En coherencia con su trayectoria, Mas
escogió el camino del medio cuando el Tribunal Constitucional suspendió la
iniciativa: en vez de desistir o de desoír la prohibición abiertamente, eligió
cambiarle el nombre y convertirla en un «proceso partipativo», una estrategia
que ya ha denostado la Fiscalía Superior de Cataluña.
Con estos
mimbres, es lógico que la llegada al poder de Caries Puigdemont no haya
cambiado los parámetros. Primero, porque el actual presidente de la Generalitat es
un hombre de Convergéncia de toda la vida; segundo, porque la arquitectura
del enfrentamiento es tan barroca y está ya tan asentada que es difícil de
cambiar sin riesgo de que se venga abajo todo el edificio.
Pero, para
desgracia de Convergéncia, durante esta legislatura para el trámite de gobernar
no le basta con el apoyo de Esquerra, a menudo tan ensimismada con el universo
convergente (y, sobre todo, con su capacidad de ganar elecciones). Ahora la
CUP es uno de los protagonistas de esta historia y, como no todos sus votantes
entienden que hicieran presidente a Puigdemont, necesitan gestos claros para
calmarlos.
Ya se
quejaron cuando la Generalitat, para esquivar una nueva suspensión de la
conselleria de Raül Romeva, simplemente cambió el orden de las palabras de su
nombre. Pero la demostración más evidente de esta necesidad es la obsesión por
la palabra «desobediencia», que los convergentes odian por demasiado
explícita. La semana que viene veremos, con la decisión de la Mesa del
Parlament sobre la ratificación de la declaración de ruptura que propone la
CUP, si se impone la estrategia de la línea recta o si sigue imperando la que
busca llegar a la meta dando cuantas más vueltas mejor por el camino.
DANIEL G.
SASTRE
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