dijous, 24 de març del 2016

2574-POR EL CAMINO MÁS LARGO

EL GOVERN parece decidido a atacar al Estado por el flanco semántico, que debe de haber identificado como el más débil. Deberíamos haber sospechado por qué vía iba a continuar el proceso soberanista en el momento en que Convergéncia le puso ese nombre: proceso soberanista. No ruptura, o separación: proceso, que da la idea de unos acontecimientos que se suce­den gradualmente en el tiempo, donde es más importante el camino que el final del trayecto. Y no independentista, o secesio­nista: soberanista, que es una palabra que, hasta que empezó a usarse en rela­ción con el momento político catalán, ni siquiera existía en el diccionario, ni en el de lengua catalana ni en el de lengua es­pañola.
En realidad, Convergéncia lleva toda la vida haciendo lo mismo: desde que Jordi Pujol descubrió que conceptos metafóri­cos como pal de paller o peix al cove no sólo no disuadían a sus votantes, sino que los reconfortaban.
Lejos de renunciar a la práctica cuando tomó el mando del partido, Artur Mas la intensificó. Empezó inventándose la Casa Gran del Catalanisme, y cuando decidió que había llegado el momento de pasar al enfrentamiento con el Estado, no lo hizo de forma abierta. Mas prefirió vestir su desafío con montones de metáforas melifluas, a menudo marineras, que si no des­concertaban a sus partidarios era porque estaban ya acostumbrados al lenguaje que implantó su antecesor.
La culminación de esta estrategia en la era Mas fue la consulta del 9 de noviem­bre de 2014. En coherencia con su trayec­toria, Mas escogió el camino del medio cuando el Tribunal Constitucional suspen­dió la iniciativa: en vez de desistir o de de­soír la prohibición abiertamente, eligió cambiarle el nombre y convertirla en un «proceso partipativo», una estrategia que ya ha denostado la Fiscalía Superior de Cataluña.
Con estos mimbres, es lógico que la lle­gada al poder de Caries Puigdemont no haya cambiado los parámetros. Primero, porque el actual presidente de la Generalitat es un hombre de Convergéncia de to­da la vida; segundo, porque la arquitectu­ra del enfrentamiento es tan barroca y es­tá ya tan asentada que es difícil de cambiar sin riesgo de que se venga abajo todo el edificio.

Pero, para desgracia de Convergéncia, durante esta legislatura para el trámite de gobernar no le basta con el apoyo de Esque­rra, a menudo tan ensimismada con el uni­verso convergente (y, sobre todo, con su ca­pacidad de ganar elecciones). Ahora la CUP es uno de los protagonistas de esta historia y, como no todos sus votantes entienden que hicieran presidente a Puigdemont, ne­cesitan gestos claros para calmarlos.
Ya se quejaron cuando la Generalitat, para esquivar una nueva suspensión de la conselleria de Raül Romeva, simplemen­te cambió el orden de las palabras de su nombre. Pero la demostración más evi­dente de esta necesidad es la obsesión por la palabra «desobediencia», que los con­vergentes odian por demasiado explícita. La semana que viene veremos, con la de­cisión de la Mesa del Parlament sobre la ratificación de la declaración de ruptura que propone la CUP, si se impone la estra­tegia de la línea recta o si sigue imperan­do la que busca llegar a la meta dando cuantas más vueltas mejor por el camino.

DANIEL G. SASTRE

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