DECÍA Lampedusa que es necesario que todo cambie para que todo siga
igual. La frase describe literalmente lo que está sucediendo en nuestro país:
que las mutaciones vertiginosas de los últimos meses ocultan la absoluta inmovilidad
de la política.
Los nacionalistas catalanes mantienen su desafío al Estado, los
episodios de corrupción son ya una sección fija de los periódicos, las
querellas entre los partidos nos suenan a repetitiva letanía y todo tiene una
sensación de deja vu que nos produce un hastío infatigable.
La crisis ha arrasado la sensación de seguridad que había en los años
de euforia económica, pero la realidad es que ni el capitalismo se ha
reformado ni los responsables de la debacle han sido castigados. Al contrario,
muchos se han ido a casa con suculentas compensaciones.
Mientras los recortes empobrecen a la población, tenemos una clase
dirigente que jamás paga por sus errores y que se perpetúa en el poder gracias
al sistema de puertas giratorias por el que se transita de la Administración a
la empresa o de un consejo a otro. Los nuevos reproducen la conducta de los
viejos y muestran el mismo cinismo cuando se detectan asuntos de corrupción o
de financiación ilegal.
Nuestra democracia carece de mecanismos efectivos de exigencia de responsabilidades
y, por añadidura, el sistema judicial es lento y garantista, lo que favorece la impunidad de las fechorías. Ahí
quedan los casos de los ERE, de Pujol o de Gürtel.
Hay muchos
políticos y periodistas que hablan de la necesidad de reformar la Constitución,
pero estoy convencido de que ello no serviría para acabar con esas prácticas
que están socavando la confianza de los ciudadanos en las instituciones y
destruyendo nuestra democracia.
No es una
cuestión de cambios supe- restructurales, sino de la mentalidad de los
políticos y de los propios ciudadanos, que no creen en las leyes y buscan
atajos para sobrevivir en una sociedad donde los malos ejemplos desalientan las
conductas honradas.
Si en los
años posteriores a la Transición, España se convirtió en un modelo de éxito,
ahora es justo lo contrario: un fracaso estrepitoso de las instituciones y de
unos partidos que son incapaces no ya de llegar a acuerdos sino tan siquiera
de sentarse en una mesa para intentarlo. Da la impresión de que el cainismo
que ha marcado nuestra Historia ha reaparecido para bloquear la búsqueda de una
salida.
Han pasado
casi 100 días desde la celebración de las elecciones y no se vislumbra la
posibilidad de ningún acuerdo que permita la gobernabilidad del país. Y todo
apunta a que vamos a ser convocados de nuevo a las urnas con unos resultados
que serán parecidos.
España ha
entrado en una espiral de autodestrucción, que no sólo está gene- rada por la
falta de talla de la clase política sino también por el entontecimiento de una
sociedad, fascinada por un espectáculo televisivo que lo banaliza todo. Y ni
siquiera hay intelectuales con autoridad moral para alzar la voz o gentes con
capacidad para discernir el bien y el mal.
Perdone el
lector por el pesimismo, pero tengo la sensación de que este barco se va
hundiendo, mientras sus pasajeros siguen bailando en la cubierta. La música de
la orquesta nos impide escuchar los truenos de la tormenta que se acerca, que
puede ser peor que la que nos azotó a partir de 2008. Somos un país de
insensatos.
PEDRO G.
CUARTANGO
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