NI UNO solo de los partidos políticos
relevantes ha planteado la reducción de su gasto interno. Por el contrario. Todos ellos han despilfarrado cantidades ingentes
de dinero en una campaña política desmesurada. A nadie se le ha ocurrido
proponer la ley que complacería a la inmensa mayoría de los españoles y que
puede resumirse así: «Ningún partido político, ninguna central sindical, podrá
gastar un euro más de lo que ingrese a través de las cuotas de sus afiliados».
En el año
2011, el Partido Popular derrochó 133.398.210 euros e ingresó
por las cuotas de sus afiliados 12.303.879. Más del 90% de semejante derroche
se sufragó a cargo del dinero público, es decir, de los impuestos con los que
se sangra al contribuyente español.
Si
pudiéramos conocer las cifras reales nos encontraríamos con proporciones similares
en este año desquiciado de 2015. Los partidos políticos han tirado la casa de
los españoles por la ventana de su voracidad. Y que nadie se llame a engaño. Un
sector cualificado de la opinión pública ha hecho suyo el eslogan de la
pancarta que se exhibió en Sevilla: «Ciudadanos y Podemos, bonitos motes,
nuevos grupos que intentan chupar del bote». Eso es lo que va a pasar, en opinión de
muchos. Cambiará, tal vez, la forma de hacer política pero los partidos, en
lugar de atender primordialmente
al bien común, se ocuparán antes de nada en
satisfacer las conveniencias de los propios partidos. Tras cuarenta años de
democracia tartamuda, la situación no puede resultar más lamentable. Los
partidos políticos se han convertido en un excelente negocio y en gigantescas
agencias de colocación para enchufar a parientes, amiguetes y paniaguados. El
botón de muestra al que me complace aludir es la televisión valenciana. En un
pequeño canal regional trabajaban 1.800 empleados, es decir, una cifra superior a
la suma de Telecinco, Antena 3, la Sexta y la Cuatro.
La
prudencia política exige democratizar y regenerar los partidos políticos,
aunque ni Rajoy ni Sánchez ni Rivera ni Iglesias, que se disparan a quemarropa
entre ellos, hayan hecho la menor referencia al problema. Democratizarlos y
regenerarlos pero, ojo, no suprimirlos. La reacción popular contra la voracidad
de los partidos políticos en el primer tercio del siglo pasado produjo el
fascismo en Italia, el nazismo en Alemania, el estalinismo en Rusia, el
franquismo en España y el salazarismo en Portugal. Y eso hay que evitarlo
porque la libertad cercenada es lo peor que puede ocurrirle a un pueblo y a una
nación. Partidos políticos y sindicatos son esenciales para el recto
funcionamiento de la democracia pluralista plena. De lo que se trata es de
mantenerlos, recortando, eso sí, sus abusos, sus clientelismos y sus
corrupciones. No se puede consentir que sigan imponiendo la tentación
dictatorial partitocràtica,
arrasándolo todo como el César al que se refiere Lucano en La Farsalia: Gaudeusque viam fecisse ruina, gozoso de haber hecho un camino de ruinas. De
ruinas a costa del esquilmado pueblo español.
Aun así,
lo razonable es ejercer el voto el próximo domingo, a favor del partido que
menos disgusto produzca, al margen de debates y tertulias en las que, en tantas
ocasiones, algunos majaderos que no saben de casi nada pontifican sobre casi
todo.
Luis María
Anson
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