Inés
Arrimadas fue ayer la diputada
constitucionalista que hizo el mejor
discurso en esa sesión del
Parlamento catalán en la que se consumó la intención de la mitad de la Cámara
de imponer a todos los catalanes un proceso de secesión para el que, lo
cuenten como lo cuenten, no tiene el respaldo de ni siquiera la mitad de los
catalanes que acudieron a votar el 27 de septiembre. Arrimadas lo explicó con claridad meridiana: «No tienen la mayoría para modificar el Estatuto
[se requieren para eso dos tercios de los votos] y pretenden declarar la independencia».
Otra cosa habría sido si en las elecciones la propuesta de los Juntos hubiera
conseguido un respaldo electoral del 65%.
Entonces sí nos habríamos encontrado con el dilema serio de tener que conjugar el respeto a la ley y su cumplimiento
con el respeto a la voluntad popular expresada con tanta contundencia.
Pero es
que no ha sido así. Por lo tanto, el Gobierno no tiene que ocuparse más que de
tomar las medidas que logren frenar un disparate que cabalga sobre la mentira,
la fantasía y la manipulación. Un ejemplo de esto último fue el discurso del
presidente de la Generalitat, que se enfangó en promesas impropias de una intervención
de esta naturaleza y se puso a hacer promesas absurdas con el único propósito
de engatusar a los de la CUP y ablandar su negativa cerrada a votar su
investidura.
Para la
magnitud del desafío es indiferente que éste esté lide- rado por Mas o por
cualquier otro. Romeva o Munté no reducirían un ápice la gravedad de lo
planteado ni la necesidad de que desde el Gobierno se reaccione con prontitud y
con eficacia. . Por eso llama la atención que Artur Mas, una vez constatada la
negativa de los antisistema a investirlo presidente, no haya declinado su
aspiración y dejado el sitio a otro candidato más aceptable para la extremísima
izquierda.
La
explicación se muestra con
descaro: lo que pasa es que Mas no puede
renunciar a ser presidente porque sólo siendo objeto de una
decisión judicial que le sancione por insurrecto podrá intentar tapar el escándalo
de una condena judicial por corrupto. Y lo mismo que él, su partido y su
antecesor con toda la famiglia
detrás.
El
espectáculo de la inmensa corrupción en qúe se han rebozado los dirigentes
nacionalistas, que Inés Arrimadas puso en el primer plano de los sucesos a los
que estamos asistiendo, pone el adecuado telón de fondo a la sesión de ayer
del parlamento catalán. Mas necesita seguir sacando la cabeza fuera del agua
como sea pero el agua ya le llega a la barbilla. Y ayer se le vio chapoteando
al tiempo y suplicando el socorro de aquellos a los que no hubiera dirigido ni
una triste mirada hace no tanto tiempo, pero que pueden ser su salvación.
Estamos ante una operación desesperada de supervivencia.
Pero también
estamos ante una amenaza evidente para la continuidad de la nación española
como el espacio que ampara a unos ciudadanos libres e iguales. Y aquí entra la
incógnita suprema de qué va a ir haciendo el Gobierno en respuesta a un duelo
que no ha hecho más que empezar. El Estado no puede salir derrotado, ni
siquiera herido, de este lance. No puede porque, de ser así, se hundiría y
España desaparecería entonces como la nación que lleva cinco siglos existiendo
y que desde hace 40 años ha ido alcanzando uno de los momentos más provechosos
de su Historia. Por eso la tarea del Gobierno es delicadísima. Y no sabemos
cómo la va a abordar, con qué posibilidades de éxito y con qué costes para
todos los españoles. Contengamos el aliento porque esta es una batalla que no podemos
de ninguna manera perder. Ni siquiera un poco.
VICTORIA PREGO
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