EN EL año
1980 monté en un bote en el puerto de Mariel, próximo a La Habana, y escapé del
fidelismo. Cuando vi la costa alejarse y unas horrendas palmas empequeñecerse
en el horizonte, sentí un alivio inmenso. Ya esa gentuza (los fidelistas) no
será dueña de mi vida, me dije. El mar iba haciéndose más azul y supe que no
regresaría jamás. ¿Quién quiere regresar al lugar donde
ha sido esclavizado? No yo.
Los
fidelistas me obligaron a pasar casi cuatro años en el ejército fidelista, y de
esos cuatro la mitad trabajando en la zafra azucarera doce horas diarias sin
sueldo, así que espero que nadie piense que exagero cuando digo esclavitud.
Para no hablar de vivir en una sociedad completamente ideologizada, militarizada,
odiadora de lo delicado y cxal- tadora de lo vulgar.
Cuando
salí del ejército, los fidelistas me
mandaron a un campo de trabajo forzado otro año, acusado de «conducta
impropia», un invento fidelista. Regimen carcelario, soldados armados
custodiando el lugar. Hambre, suciedad. Esclavo, como dije. El fidelismo es
repudio de la libertad.
Pero no
los agobiaré con mis pasadas penurias bajo el fidelismo, penurias, a fin de
cuentas, felizmente coronadas con la fuga y con mi asentamiento en el mundo
libre, es decir en el mundo capitalista. De lo que quiero hablarles es de mi
perplejidad al ver un partido fidelista en España, en Barcelona, concretamente.
Yó que pensaba que había dejado atrás el fidelismo de una vez por todas. ¡En
la rica y civilizada Europa! En la rica, burguesa y, aseguran, refinada
Barcelona, un partido fidelista.
Dicen que
la Historia está condenada a repetirse. Supercherías. Sin embargo, tendré que
terminar por creer en el impulso suicida de las sociedades ricas y civilizadas,
en el instinto suicida de la burguesía. La burguesía cubana fue, como se sabe,
la que apoyó y financió a Fidel Castro y lo llevó al poder. No hubiera existido
Revolución fidelista sin el dinero y el apoyo de la burguesía cubana, una de
las más prósperas y educadas del continente. No fue una revolución de los
desposeídos, fue una revolución de malcriados niños bien burgueses.
Y ahora
veo a los de la CUP en la televisión y me digo ¿cómo se ha llegado a esto? No a
que existan estos especímenes fidelistas, porque cualquier sociedad libre
genera residuos, eso es inevitable. Me refiero a cómo es posible que miles de
catalanes hayan votado a estos fidelistas, que por otro lado no esconden sus
intenciones: destruir el capitalismo, el sistema que más prosperidad y
justicia ha traído a la Humanidad. Todo en nombre del Pueblo, como buenos
fidelistas.
La CUP
encarna un fidelismo barcelonés bien bebido y alimentado, semejante al que infectó
Cuba. Como el fidelismo de Cuba, que nunca fue, repito, un asunto de pobres
sino de ricachones, aventureros, vagos, noveleros, latifundistas e hijos de
papá, el fidelismo barcelonés es producto de la educación socialdemó- crata,
el botellón, el desprecio por la cultura del esfuerzo, de un lóbrego deseo de
vulgaridad, y de esa oscura pulsión autodestructiva que ya ha asolado Europa
antes, y que ahora parece regresar.
337.794
votos obtuvo la CUP en las últimas elecciones. Y según las encuestas, serán muchos
más en el futuro. 337.794 votos fidelistas que certifican la putrefacción no
sólo de la política, sino de una parte considerable de la sociedad catalana.
«Lo que
mató a Lorca fue la grosería. No la política». Dijo
críptico e iluminador Lezama Lima. Lo mismo podrá decirse ante el cadáver
de Cataluña si llegan a imponerse los fidelistas.
JUAN ABREU
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