LOS ESPAÑOLES zumbones se cachondearon
del presidente del Gobierno llamándole Rosita la Pastelera. La pasividad abúlica,
la desganada displicencia, el desdén por el desdén, la excesiva moderación, la
inquietante pachorra, la tendencia ineluctable a no hacer nada, la
incapacidad, en fin, para tomar decisiones caracterizaron a Francisco Martínez
de la Rosa. Ninguna desgracia mayor para una nación que un Gobierno débil. El
poder ejecutivo exige hombres dispuestos a asumir riesgos como Winston
Churchill o mujeres capaces de enfrentarse a las coacciones políticas o sociales
como Margaret Thatcher.
El desafío de un sector de la clase política
catalana, consumado ayer en el Parlamento autonómico, precisa de una respuesta
firme y fulminante. Se terminaron las medias tintas. Se acabaron los paños calientes.
Estamos en el mediodía del ordago secesionista, las doce en punto de una alarmante
catástrofe histórica. Hora es de mostrar en todo su esplendor la fortaleza del
Estado de Derecho, frente al golpismo civil. Está claro que no se debe perder
ni la debida prudencia ni la equilibrada moderación. Tampoco la
proporcionalidad en la respuesta. Pero el ordago secesionista significa, en sí
mismo, un desafío desproporcionado e histórico. Desde 1640, el ser de España no se había sentido tan
zarandeado en la península como en esta legislatura con mayoría
absoluta de Mariano Rajoy ¿A donde hemos llegado? ¿Qué más tiene que
suceder para que el Gobierno abandone la altivez, la desdeñosa soberbia, la
prepotencia estéril y tome sin más demoras ni más pasteleos las medidas que la
situación demanda a gritos, con menos declaraciones y aspavientos,
sustituyendo la verborrea por acciones concretas?
La gran política consiste en prevenir, no
en curar. A Mariano Rajoy se le ha venido encima una crisis que se pudo atajar,
al menos en gran parte, si en el año 2012 el Gobierno hubiera actuado con
firmeza desde la fortaleza de la que disfrutaba en el Parlamento. Pero se
impuso la memez arriólica de «no hay que hacer nada porque el tiempo lo
arregla todo y lo mejor es tener cerrado el pico». «La situación -ha escrito
Jorge de Esteban- se podría haber evitado si desde Madrid se hubiesen tomado
las medidas oportunas, no necesariamente represivas». En el mismo sentido se
expresó Félix de Azúa.
Y ahí están las consecuencias de tanta
torpeza. Reconociendo que a Mariano Rajoy hay que ponerle un diez por la
sagacidad y eficacia con que abordó la crisis económica, también se merece un
suspenso sin paliativos por no haber sabido enfrentarse a tiempo con una
situación política como la de Cataluña cuyo desarrollo era bastante fácil de
prever. Parece necesario tener en cuenta la reacción a cualquier decisión que
se tome ahora porque en la región catalana existe ya un millón de personas
dispuestas a la manifestación pública, con riesgo de violencia, destrozo del mobiliario
urbano y posibilidad de heridos o muertos. Por eso hay que actuar con celeridad
y prudencia, conforme a lo que exige la opinión pública, atónita ante el espectáculo
deleznable que ha producido la debilidad política. Si hoy se levantara la piel
del español medio, encontraríamos grabada en la carne viva está palabra dedicada
al Gobierno de la nación: autoridad, autoridad, autoridad.
Luis María Anson,
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