HA SABIDO concitar el apoyo del centro izquierda del PSOE y también de
Ciudadanos para enfrentarse, conforme al espíritu de la Transición, al
desafío secesionista de Arturo Mas y sus cómplices. Con el respaldo, por
consiguiente, del 80% del voto popular, movilizó en un tiempo récord al
Consejo de Estado y al Tribunal Constitucional. Ha descargado sobre Oriol
Junqueras, sobre su marioneta Arturo Mas y sobre los hirsutos dirigentes
antisistema, el peso del Estado de Derecho. Debió actuar mucho antes. Lo ha hecho
tarde, pero bien.
Aun así, resulta imposible calcular hasta dónde puede producirse la
reacción de un sector del pueblo catalán porque la torpeza de varios Gobiernos
desde 1978 y las ocurrencias estatutarias de Zapatero han terminado por crear
en Cataluña un sentimiento popular secesionista alarmantemente extendido.
Ante cualquier decisión que el Tribunal Constitucional y el Gobierno de la
nación adopten, si se produjeran casos de desobediencia o se multiplicaran los
de sedición, se corre el riesgo de una reacción que lance a las calles
barcelonesas a un millón de personas con riesgo de desórdenes, violencias,
heridos y muertos. Por eso la prudencia y la proporcionalidad resultan
imprescindibles, partiendo siempre de que es necesario actuar con máxima
firmeza en el cumplimiento de la ley.
Arturo Mas es ya un cadáver político. Pero está de cuerpo presente.
Algunos de sus partidarios quieren demorar diez meses el entierro y las honras
fúnebres. A la CUP le gustaría sepultarle ya, pero el temor a nuevas
elecciones, en las que podría perder la llave que abre los portones de la
Generalidad, tal vez conduzca a los antisistema a mantener durante algún
tiempo el cadáver en la silla curul, despojando, eso sí, al señor Mas, político
de corta inteligencia y larguísima, ambición, de los poderes ejecutivos,
hasta convertirle en un frágil florero chino de simple adorno en el despacho
presidencial.
Arturo Mas, en fin, le ha dado a Mariano Rajoy la baza que necesitaba
para recuperar parte del terreno perdido, un sector al menos de los votantes
del PP que el pasado 24 de mayo se refugiaron en la abstención. Al percebe de
Arturo Mas alguien debería recordarle la vieja máxima latina: Homo humus, fama fumus, finis cinis, el hombre es barro, la gloria es humo, el
fin es ceniza. Y a Mariano Rajoy que solo a la pérdida de votos conduce la
sandez arriólica de «no hay que hacer nada porque el tiempo lo arregla todo y
es mejor tener cerrado el pico».
Acudí el fin de semana a ver una obra de calidad en los Teatros del
Canal, certeramente pilotados por Albert Boadella. Se titula La clausura del amor, con tórpida iluminación pero
interpretación excepcional a cargo de Israel Elejalde y sobre todo de Bárbara
Lennie. El teatro estaba abarrotado y desde Carmen Alborch a Julia de Castro
allí bullía el Madrid de la cultura. Solo de una cosa estaba yo seguro: de que no me encontraría con
Mariano Rajoy. En cuatro años el presidente, que para mayor inri ha
establecido un IVA del 21%, no ha ido al teatro una sola vez, ni siquiera a
los estrenos de Vargas Llosa. Quizá nadie le ha explicado que en Madrid acuden
al teatro cada año un millón de personas más que a los estadios de los cuatro
equipos de fútbol de Primera División.
Luis María Anson
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada