UN SECTOR del nacionalismo catalán expresó ayer su malestar por la
decisión de Felipe VI de no recibir en La Zarzuela a Carme Forcadell,
presidenta del Parlament, que tenía intención de desplazarse a Madrid para
comunicar oficialmente al Rey la elección de Carles Puigde- mont como nuevo
presidente de la Generalitat.
El gabinete de Forcadell había llamado telefónicamente a la Casa del
Rey para pedir una fecha y la respuesta fue que bastaba una notificación por
escrito. Para justificar su posición, la Casa del Rey matizó posteriormente que
no existe obligación legal de recibir en La Zarzuela a Forcadell, ya que no
hay una norma escrita y se trata de una simple costumbre. Se dan, además,
precedentes similares a éste.
La paradoja es que algunos dirigentes inde- pendentistas se han tomado
esta decisión como un insulto, subrayando que la negativa del Monarca a
recibir a Forcadell significa que España ha roto con Cataluña. La realidad se
ajusta más a la hipótesis contraria. Ha sido el Parlament quien vulneró la
legalidad al aprobar el pasado 9 de noviembre una resolución que en la práctica
era una declaración unilateral de independencia tras proclamar la
desobediencia a las leyes y el inicio de un proceso constituyente.
Esa declaración, anulada por el Constitucional, ha vuelto a ser
refrendada por el Parlament al nombrar a Puigdemont presidente de la Generalitat,
que la ha hecho suya en todos los aspectos. Incluso ha ratificado el plazo de
18 meses para romper unilateralmente con España.
Por tanto, carece de sentido que Felipe VI reciba a la presidenta de
una institución que se jacta de ignorar las leyes españolas y que anuncia la
instauración de una república en Cataluña el año que viene. Aunque no faltará
quien considere un error no recibir a Forcadell para no dar pretextos al
independentismo, el Rey ha actuado correctamente al trazar una línea roja. Ser
leales con los desleales es una ingenuidad. En tanto no haya una rectificación
del Parlament y del presidente de la Generalitat, el Rey hace bien en marcar
distancias con un independentismo que ha dejado patente que no va a respetar
las reglas de juego.
Otra polémica bien distinta es la referente a la firma del Rey del
nombramiento de Carles Puigdemont para su preceptiva publicación en el Boletín
Oficial del Estado. El Monarca está obligado constitucionalmente a refrendar la
elección democrática del presidente de una comunidad, al igual que lo hace con
las leyes del Parlamento o los decretos del Consejo de Ministros. Por lo
tanto, a nuestro juicio, Felipe VI debe estampar su firma en el nombramiento de
Puigdemont, lo que es un acto jurídico como jefe de Estado y no político.
Eso no es óbice para que, de hoy en adelante, el Gobierno y la
Justicia vigilen la legalidad de las resoluciones del Parlament y de la
actuación de Puigdemont, que ayer eludió mencionar el respeto a la
Constitución en su toma de posesión y juró el cargo en nombre del «pueblo
catalán». Ello es de dudosa validez jurídica y podría ser impugnado por la
Abogacía del Estado y, por tanto, declarado nulo el acto, lo que obligaría a
repetirlo. Puigdemont volvió a recurrir al victimismo: «Estamos ahogados y
humillados», afirmó. Unas palabras que auguran una voluntad de confrontación con
el Estado a muy corto plazo.
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