L0 de Artur Mas del otro día en el Parla- ment me
pareció un
selfie como los que cuelgan las adolescentes en Instagram. Me da
la impresión de que este hombre se pasa el día mirándose al espejo para
congratularse de haberse conocido a sí mismo.
Él no tiene nada que ver «personalmente» con la
corrupción de su partido ni conoce las actividades de su tesorero porque se
dedica a conducir a Cataluña a la tierra prometida, lo que le exime de cualquier
responsabilidad.
Mas se presentó como un estadista que lleva sobre
sus espaldas la pesada carga de combatir al Estado español, convertido en el
chivo expiatorio al que culpabilizar de todo lo malo que pasa en Cataluña.
El líder nacionalista recuerda cada día más a
Narciso, condenado por la diosa Némesis a quedar fascinado por su propia
imagen al verse reflejado en el estanque. Igual le sucede al nacionalismo catalán,
que se autocontempla como un dechado de perfecciones frente a una España
contrahecha.
He leído hace unos días un artículo que
identificaba al nacionalismo con la religión, dada la extracción social de
muchos de sus dirigentes. Yo que creo que Artur Mas y sus seguidores son más
bien idólatras de una especie de narcisismo colectivo por el que se sienten
muy superiores a los demás por su identidad catalana.
Füe Sigmund Freud uno de los primeros en
escribir sobre el narcisismo, que él veía como una fase infantil de la sexualidad
en la que el individuo fija la atención en sí mismo. Se trata de una etapa de
transición previa al interés por el otro.
Artur Mas y los nacionalistas no han evolucionado
y se han estancado en ese enamoramiento permanente de sí mismos, que subliman
en el Barga, la butifarra y la barretina, que consideran expresiones de una
cultura superior.
Erich Fromm escribió que el narcisismo ha
provocado muchas de las grandes catátrofes sufridas por Europa en el siglo XX,
entre ellas, la I Guerra Mundial. Y ello porque el enaltecimiento excesivo de
lo propio conduce siempre a la denigración de los demás.
El narcisista sólo escucha lo que le complace y
repudia todo lo que le cuestiona. Tiende a ignorar lo que sucede a su
alrededor porque se considera el centro del mundo. Y piensa que él es infalible
y que quienes le critican lo hacen por envidia o estulticia.
Si Angela Merkel y David Cameron dicen que
Cataluña quedará fuera de la UE si proclama unilateralmente su independencia,
Mas responde que no tienen ni idea porque él está seguro de que no será así.
Casi todas sus intervenciones públicas apelan a
un carisma personal que proviene de la noble causa que representa, mientras
que las acciones de los demás están dictadas por el resentimiento. Mas no tiene
que responder ante nadie y se halla por encima de la ley porque él encarna la
voluntad de la nación catalana, ese Volkgeist que lo legitima todo.
La lógica del narcisismo conduce al espectáculo,
a la exaltación de la autogran- deza. Esto se percibe en todos y cada uno de
los gestos de Artur Mas, inmortalizados por la televisión a su servicio. Cabe
recordar la firma de la convocatoria de la consulta ilegal que evocaba la
solemnidad de los reyes de Francia en el Salón de los Espejos de Versailles.
De lo sublime a lo ridículo no hay más que un
paso que el caudillo nacionalista ha cruzado hace tiempo. Tanta pompa y tanta
fatuidad vuelven poco creíbles sus propósitos porque las grandes hazañas no
las llevan a cabo quienes nunca se han manchado sus zapatos con una mota de
barro.
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