LO HA anunciado urbi et orbi. Tras la presunta victoria electoral
del próximo día 27, Arturo Mas organizará, como primera medida, las Fuerzas
Armadas de Cataluña. Ahí queda eso y ahí tenéis al personaje, corto de
alcances y largo de ambición, expuesto en el altar de todas las televisoras.
Se considera a sí mismo el salvador de la Patria, él, Arturo Mas, ese hombre,
caudillo de Cataluña por la gracia de Dios, Generalísimo de los Ejércitos de
Tierra, Mar y Aire, padre de la nación nueva.
Alejandro Lerroux fue un político de la izquierda
radical, célebre
Emperador del Paralelo, director de El País
y luego de
El Intransigente, autor de una frase controvertida y célebre:
«Jóvenes bárbaros de hoy, entrad a saco en la civilización decadente y
miserable de este país sin ventura, destruid sus templos, acabad con sus
dioses, alzad el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres
para virilizar la Historia. Entrad en los registros de la propiedad y haced
hogueras con sus papeles. No os detengáis ni ante los sepulcros ni ante los
altares. Destruid la Iglesia. Luchad, matad». En 1934, en plena II República
española, Alejandro Lerroux, presidente del Consejo de Ministros, ordenó al
general Batet que declarara el estado de guerra en Barcelona y tomara la
Generalidad, porque Luis Companys había proclamado no la independencia sino
«el Estado Catalán dentro de la República Federal Española», lo que suponía
una agresión a la Constitución de 1931. El general Batet movilizó a una
Compañía, tomó la plaza de San Jaime y ocupó el palacio de la Generalidad de
Cataluña.
Ahora no sería necesario copiar las medidas del
Gobierno de la República. El Tribunal Constitucional y la Guardia Civil se
bastan y se sobran para obligar al cumplimiento de la ley si fuera necesario. A
Arturo Mas no hay que encarcelarle por su desafío a la Constitución. Eso es lo
que querría él para convertirse en mártir de la causa. Hay que inhabilitarle. En
el futuro los jueces decidirán sobre la flagrante corrupción del 3% y otras
mordidas que a él, presuntamente, le atañen. La suspensión parcial de la
Autonomía catalana, como en cuatro ocasiones dictó el Gobierno británico sobre
Irlanda del Norte, forma parte de las previsiones constitucionales. Si José
Luis Rodríguez Zapatero no hubiera tenido la ocurrencia de avalar el nuevo
Estatuto catalán, si Mariano Rajoy no hubiera reaccionado con cachaza y
pasividad ante el ordago secesionista, bajo la sandez arriólica de «aquí no
pasa nada porque el tiempo lo arregla todo y lo mejor es tener el pico
cerrado», la situación sería muy distinta y no haría falta pensar en medidas
drásticas. Habrá que garantizar, en todo caso, el imperio de la ley porque
parece seguro que Oriol Junqueras, su marioneta Arturo Mas y demás cómplices
manipularán los resultados de las elecciones autonómicas del 27 de septiembre
para presentarse como vencedores aunque pierdan en número de votos.
Felipe González ha señalado certeramente,
coincidiendo con la plataforma Tercera Vía, de la que forma parte, lo que procede
hacer: propugnar el diálogo y negociar hasta la extenuación porque la política
es una larga paciencia, un largo, largo saber esperar.
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