JOSÉ LUIS Rodríguez Zapatero tuvo la ocurrencia
de albriciar la reivindicación secesionista del reformado Estatuto catalán.
Aquel polvo engendró en gran parte los lodos actuales. En el año 2011, Mariano
Rajoy se alzó con la mayoría absoluta y estableció una política económica seria
y firme que ha sacado a España del túnel de la crisis. La prima de riesgo
alcanzó los 638 puntos y ahora está en el entorno de los 100. Y el paro, que
todavía acongoja, se reduce de forma constante. Lo que el presidente del Gobierno
no supo hacer, con cuatro años por delante, fue la reforma de la ley
electoral, que habría evitado el chantaje de los pequeños partidos; y la
reforma constitucional, que incorporara al sistema a las nuevas generaciones divorciadas
de lo que significó la Transición. Tampoco acertó en la terapia del problema
catalán.
A Winston Churchill se le atribuyen
las frases más certeras del siglo XX. Y casi siempre es verdad. Dijo que la
gran política consiste en prevenir, no en curar. Y tenía toda la razón. Mariano
Rajoy no supo prevenir lo que cocían en Cataluña, Oriol Junqueras y su dócil
polichinela Arturo Mas. Reaccionó a lo don Tancredo. Hasta aquí hemos llegado
en vísperas de unas inciertas elecciones en Cataluña. Como no se previno a
tiempo, ahora habrá que correr para apagar los fuegos fatuos con todos los
riesgos que eso supone. Pase lo que pase, y aun suponiendo que la opción de
Oriol Junqueras y su títere Arturo Mas fracasara, es innegable que en Cataluña
se ha multiplicado un sentimiento secesionista que será necesario combatir. Y
no con cifras económicas, que eso no sirve para aplacar los fuegos
sentimentales.
El 28 de septiembre, se gane o se pierda, hay
que emprender abiertamente, desde la firmeza en la defensa de la Constitución,
un diálogo constructivo entre las distintas fuerzas que han vertebrado las llamadas
elecciones autonómicas. Es necesario abrir una tercera vía: la de la negociación,
que emprendió lúcidamente Felipe González y que cuenta con muchas de las más claras
inteligencias españolas.
La política arriólica sobre el
secesionismo catalán -no hay que hacer nada porque el tiempo lo arregla todo y
lo mejor es cerrar el pico- ha demostrado ser una completa sandez. El régimen
está agotado, el espíritu de la Transición se desmorona, las generaciones
jóvenes exigen una España nueva que supere la voracidad de los partidos
políticos y de los sindicatos y que detenga la caravana interminable de la
corrupción.
Si
las circunstancias, en fin, obligaran a aplicar el artículo 155
de la Constitución, en ningún caso
habría que encarcelar a Arturo Mas. Eso es lo que a él le gustaría para
convertirse en mártir. Bastaría con inhabilitarlo y suspender parcialmente la
Autonomía catalana, conforme a las decisiones del Tribunal Constitucional. El
Reino Unido lo hizo en cuatro ocasiones en Irlanda del Norte. Y superó el
trauma sin problemas de relieve. La ley es ley para todos. La suspensión
parcial o total de la Autonomía catalana está prevista en la Constitución. El
Estado de Derecho no puede vacilar en la obligación de que se cumpla la ley.
Otra cosa es que, a la vez, se emprenda un diálogo que permita devolver las
aguas descarriadas a sus cauces históricos.
Luis María Anson, de la Real Academia Española.
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