Los devotos de la Tercera Vía juegan con ventaja.
Ellos nunca tienen el problema. Siempre lo tienen los «inmovilistas» que no se
desplazan hacia donde señalan los separatistas. Los apologetas del «encaje», la ordinalidad
y la negociación conducen el coche escoba del nacionalismo, recogen los restos
que dejan sus acelerones. Quienes se preocupan con tanto miramiento de que
«Cataluña se sienta cómoda» aun a costa de generar desigualdades con el resto
de los españoles, tan ciudadanos y leales contribuyentes como cualquier paisano
de Reus o Manresa, muestran una disfunción: se engañan cuando vuelven por donde
suelen. El nacionalismo es insaciable. Su voracidad no tiene límites. Sólo si
aceptamos esto abordaremos la cuestión con madurez y realismo. Lo demás es
voluntarismo y tarta templada de manzana.
España no tiene un problema con Cataluña. El
progreso y la libertad lo tienen con el nacionalismo, la tribu, sus caudillos y
de rebote con quienes les bailan el agua. Los saduceos demandaron comprensión y
los biempensantes picamos el anzuelo: la voluntad integradora sirvió para
blindar una supuesta singularidad y de paso mantener durante 30 años a una
nutrida camarilla de corruptos y advenedizos. Tarradellas consideraba a Pujol
un arribista. La alianza entre ERC y el PSC para deshancar a CiU, nacionalismo
presuntamente leal y negociador, no estaba en el guión. El pacto tripartito se
extendió a las Cortes durante el primer Gobierno de Zapatero. Fue el punto de
inflexión. El independentismo independentista se comió la merienda del
independentismo no independentista y comenzó la escalada del desafío a la ley.
Entre tanto, el cuerpo sociológico mudó su piel. Surgió un separatismo antisistema,
de clase y barricada, combativo y populista, que se proclama no identitario.
Los románticos complacientes de la Tercera Vía saben que «reformar el Senado en
sentido federal» y
re- reconocer la singularidad no soluciona nada, pero su partido
se juega en diciembre y su adversario no es el nacionalismo.
JAVIER
REDONDO
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