A España se la ha definido de muchas maneras: un
sabor, un tañido, una piel, la epopeya «el país del vino y las canciones»;
alguna vez,
como un país a medio hacer y una Constitución siempre rota. Ya no
sabemos adónde nos va a llevar la exaltación nacionalista, la reivindicación
de las desigualdades predemocráticas y castizas. Aquí jamás se dio aquella
lealtad de las ciudades-Estado a Atenas, o la de los habitantes de los Estados
Unidos a la Constitución del Tío Sam. Lo escribió Marx: «España, como Turquía, es una aglomeración
de repúblicas mal administradas [...] en ignominiosa y lenta putrefacción». Lo escribió el de Tréveris (población
alemana donde nació Marx) en el siglo XIX. Y, en el siglo XXI, la
descomposición de un proyecto de vida en común continúa. Lo pensó mucho antes
que Marx el poema de Fernán González: «Señor, ¿por qué nos tienes a todos
fuerte saña?, por nuestros pecados non destruyas España».
Algunos partidos quieren destrozar la
Constitución, el fin y la meta de la ley y de las libertades, la fortaleza que ha
impedido los pronunciamientos. La Carta del 78 paró una asonada, tan
proverbial, pero no podrá sobrevivir al asalto de Alí Babá y los 52
salteadores del presupuesto, con sus
cupos, sus conciertos, sus independencias, sus referendos. Van con sus
banderitas y sus canesúes, no sólo a nuestros parlamentos, sino a los europeos;
y no es precisamente en esas asambleas donde se hacen ilustres, sino donde
prueban que son peores que sus antepasados. Estamos asistiendo a tantos
chantajes y amenazas, a tantas demostraciones de odio, que habría que
pronunciar aquella maldición de Eurípides: «¡Ojalá que fuera muda la semilla de
los hombres miserables!».
Nos recordó esta mañana David Gistau
-uno de los caballeros de esta profesión- en Más de uno que «El nacionalismo es la guerra», el
grito de
Angela Merkel y Hollande en Estrasburgo, era una repetición de la
plegaria que lanzó Mitterrand, ya con el pie en el estribo, a una Europa a punto de arder. El
presidente de Francia era partidario de no tocar las fronteras porque sabía
que se estaba cabalgando sobre el tigre de la xenofobia y la ilusión regresiva.
Diga lo que diga Europa contra las
inútiles fronteras y el instinto de destrucción de los nacionalistas, aquí
sigue la melancolía
del caos, aquella locura que proclamó cantones donde se acuñaba moneda y se
declaraba la guerra. Se suceden los hechos grotescos y
desatinados. Todo se ha agravado con
!a radicalización de unos nacionalistas catalanes que mentían
cuando decían “Volem
l'Estatut”. Mentían o nunca han sabido lo que querían, porque
llevan con esta matraca muchos siglos y siempre culpando
a España de su propia indecisión. Pactaron con Inglaterra después
de ser varias veces invadidos por Francia y su gran enemigo, antes que Rajoy,
Melchor Rafael
Fernández de Macanaz -procesado por la Inquisición- a propósito
de las concesiones que les hizo Felipe V, dijo: «Lograron los catalanes cuanto
deseaban, pues ni a ellos les quedó que pedir más, ni al Rey cosa alguna que
darles». La escena continúa.
RAÚL DEL POZO
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