Pedro Sánchez almorzó ayer en La Moncloa con Mariano
Rajoy y
Albert Rivera, parece que hizo lo mismo con el Ibex (que está al
100% con él).
Susana Díaz exigía desde Sevilla la unión de los partidos
democráticos para desactivar «el golpe de Estado». De fuentes cercanas a
Ciudadanos surgió el rumor de que el candidato para sustituir a Artur Mas
sería
Junqueras, pero posteriormente salieron los nombres de Romeva,
Muriel Casals, Carme Forcadell, Germá Gordo y, por fin, saltó el
nombre de la favorita:
¡Neus Munté!
Hay navajazos entre los insurgentes,
especulaciones, reuniones, mensajes cifrados, mientras el laberinto se hace
cada vez más oscuro y sus pasillos más enredados. No se ve a un Teseo
que siga el hilo del ovillo de Ariadna para acabar con el disparate catalán, ese
extravio del inconsciente, el último fogonazo del odio y del esperpento
ibérico, que se va agrandando con el paso de las horas. El Gobierno no puede
actuar por un laberinto oral; cualquier borracho puede decir «¡Viva la
República!» y por eso no lo van a meter en la cárcel.
El
plan del Ejecutivo se pondrá en marcha si, además de decir, hacen. Entonces
recurrirán al Tribunal Constitucional y si los secesionistas insistieran en su
actitud delictiva, actuaría el Senado, que aplicaría algunos mandatos del
artículo 155 de la Constitución. «Por fin, el Senado va servir para algo», le
dice un político a otro. «Sí -contesta el otro-, a lo mejor para darle la
mayoría absoluta a Mariano Rajoy». El 155 dice que si las instituciones de una
comunidad incumplen las obligaciones que la Constitución impone o actúan de
forma que se atente contra el interés de España, el Gobierno, con la aprobación
del Senado, adoptará las medidas necesarias para obligar a que se cumpla la
ley, dando órdenes a las autoridades de la comunidad autónoma.
La
mayoría de los políticos de allí y de aquí esperan que cese la escalada de la
tensión y que a primeros de año se llegue a un acuerdo con los secesionistas.
Hay que apagar la candela. En otro tiempo hubo tensiones entre virreyes y la
Generalitat, las Cortes Catalanas fueron ignoradas por los monarcas.
Hoy ya no es Castilla aquel pueblo estepario
que aterrorizaba a los catalanes. Almirall dijo que el castellano necesita tener
ídolos a cuyos pies quemar incienso. «Por eso -escribe - Madrid es la ciudad
santa, la Meca de la gente castellana que ordena sin más razón que porque sí».
Pero, ¿qué tiene que ver esta Castilla y la actual Cataluña -poblada
mayoritariamente por descendientes de obreros emigrantes- con aquella Cataluña
acosada por el absolutismo? Ésta es otra Monarquía, otra población, otro
momento.
Los que han desafiado al Estado
democrático no se han comportado como verdaderos insurgentes, sino como
robaperas (personas de poca calidad). Ahora caen en la cuenta de que por las
buenas no
se logra una independencia. Josep Rull lo ha reconocido a Carlos
Alsina: «Conseguir la independencia no cabe en la Constitución».
RAUL DEL POZO
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